03 Feb
03Feb

Escuché las voces de la Ciudad del infierno en ese espacio de tiempo en que no estás dormido pero no acabas de despertarte.

Norman Mailer


Yo podría ser Kurtz. Tu también podrías. Ambos podríamos serlo si fuéramos capaces de deslizarnos sobre el filo de la navaja, sin derramar sangre pero sacrificándonos: encontrándonos en otra persona o, al menos, con lo que quede de ella. Todos podríamos ser personas. Tú y yo también podríamos. Pero también podríamos ser Kurtz y, creedme, sería todo bien distinto.

Mientras piensas en ello, Kurtz penetra más y más allá del Sistema Humano de Seguridad, en la faz desconocida de nuestra cárcel cronocodificada, que es un recuerdo sintético de un planeta ya sacrificado, y mutila lo que permanece emparentándole todavía con algo. No hay espejo que valga en la jungla, en la tierra quemada que loopea la muerte: Kurtz es una curvatura en el espacio-tiempo, un agujero negro que aniquila la mirada devolviéndola como pesadilla opaca, como cadáver sin rostro y anónimo. Kurtz, Kurtz, Kurtz... ¿Qué te ha dejado libre en el inconsciente de la máquina canibalizadora? Preguntas sin respuesta ni eco, llamadas a un cielo que refleja el rubí encarnado en los océanos: él jamás tendrá razones, solo complejidad ad infinitum, problematización rabiosa del excedente libidinal que arrancará toda piel, hasta que muera el "yo" como exige la dictadura de la materia y la forma. El horror-Kurtz se enmascara con los harapos de la regresión, melancólicos y sintrópicos, como en un retorno al tabú reprimido, pero únicamente para devolver, comocontrabando, una aserción que espera ser desenterrada como el fósil de un Leviatán.

Esta apariencia conservadora, de hecho, no puede ser ya más que una impostura, una carcasa sin contenido ni esperanza a la que someterse, pues no existe ninguna posibilidad de recuperar el pasado, incluso en el supuesto de que este salvara algo: todavía se expresa como fantasmagoría, aún nos visita y atormenta poniendo ante nuestros ojos las tormentas de la arena del tiempo, pero yace en el polvo del futuro que le sepultó como una quimera reaccionaria. Ni siquiera fantaseando con un colapso apocalíptico de la civilización podemos regresar, las nubes de cenizas, los hongos nucleares y las xenocatástrofes no son suficientes para borrar el recuerdo, el cual sobrevive alimentándose, hipersticionalmente, de la nostalgia. La prisión dialéctica-discursiva que nos produjo, sin consentimiento, nos sume igualmente en la conciencia de la sucesión, del principio y el fin, en el que siempre hay sucesión y adición sobre la carroña de lo que ya pasó, del mismo modo que una maldición, reconocida, que nos impide volver a empezar: no hay opción de reset mientras subsista algo de memoria humana, mientras queden fragmentos de ese tumor que metastatizará lo venidero.

Así mismo, esto último también se puede aplicar a la ingenuidad progresista-inmovilista integrada, según la terminología de Eco, en el socius global que registra y regula los flujos de deseo, puesto que no hay nada menos posible que el desarrollo sostenible: es más, resultan absurdos, casi insolentes, aquellos que predican horizontes de salvación y redención durante el cataclismo, que supura incluso a través del orador que nos promete optimismo, como si se ahogaran en un naufragio con su propia lengua. El ideal de progreso antrópico, sostenido y tradicional, pretendidamente revolucionario en algunos casos, en definitiva, no es más que otro engranaje de la misma maquinaria que nos ha dejado justo frente al abismo y, además, denota una insatisfacción que carece de la "potentia" para completarse, de la capacidad para llevarse a cabo, amparada exclusivamente ensueños teleológicos desfasados que resultan artificiales.

Solo hay dos disposiciones para el mañana, las cuales son, de una u otra forma, suicidios simbólicos, aniquilaciones del ego o de la carne, desmembramientos con o sin objetivo, pero, a fin de cuentas, resultados nada humanos. Hasta cierto punto, la conciencia puede mantener su voluntad de trascendencia y esforzarse por diseñar futuros alternativos retroalimentando positivamente la inercia aceleracionista de la Modernidad tardía, pero asumiendo que el resultado de sus sabotajes nunca será previsible o dirigido. Precisamente, lo que distingue esta perspectiva de huida es la ofrenda de nosotros mismos al Outside, el salir-de-sí voluntario, para ser para-sí, que implica una autosuficiencia de lo exógeno que desbordará todo contorno mientras nos parasita, pues ya se sabe: "Nada humano saldrá con vida del futuro", ya que la supervivencia es un pacto esotérico con el Exterior radical, igual que lo fue el de Jack Parsons. Incluso el kamikaze de la aceleración más comprometido con el inhumanismo experimenta esta invocación centrífuga, este rito autónomo, que también descoyunta los cíber-implantes de última generación, y termina suplicando por no vivir ni un segundo más. Mientras esperamos al ángel sin órganos de lo desconocido, que acecha tras la ebullición tecnocapitalista, tenemos que adaptarnos, aunque solo lo asuma el inconsciente maquínico, con la demencia de Kurtz, con la psicosis premeditada y autoaniquiladora, indiferente ante cualquier proyecto, más allá del martirio sin expiación, que es el signo de la imposibilidad de coordenadas en la singularización que se intensifica.

Todos los objetivos drenan parte del malditismo de nuestra condición, enmascaran la ruina con la que ya hemos nacido, lo queramos o no, hoy respiramos el oxígeno enfermo que respiró Kurtz, aunque transformemos su nombre. Y ya ha llegado el momento en el que el sabor metálico de los días es inconfundible. Colapsamos cada vez que se metamorfiza la autoconciencia y nos nombra: la novena carta es el único refugio del odio hacia la existencia en una esquizo-tierra globalizada y colonizada hasta molecularmente. Solo el anti-compromiso deontológico de Kurtz refleja sin artificios el opaco devenir contemporáneo hacia el Mal, anticipado ya en las descripciones iluminadas por la magia negra de Bataille: el Mal solo puede tener como objeto la nada o, mejor dicho, el sacrificio, que es la única expresión encriptada de nuestro excedente libidinal, el cual no favorece la sostenibilidad de las comunidades y es repudiado por la normativa axiomática.

La producción deseante no se dirige hacia ningún objetivo, además de la nulidad absoluta, y, en el proceso, trasciende su conciencia y llega más allá de sí misma, por lo que apostar por el Mal no implica negar el Bien común o reformularlo, sino ir eternamente lo más lejos posible, no comprometerse con ningún orden, pues es el acto que conlleva permanecer en el no-ser para que el "ser" se signifique y adquiera una razón. Este motivo es el horror, grabado en los párpados de Kurtz, como en los nuestros, mientras contempla el atardecer cíborg y su angustia se convierte en metódica y eficiente en el homicidio de la compasión, bacteria del monopolio-civilización monoteísta, implacable respecto a su inmersión en el infierno intelectivo, mediante el re-ensamblaje del fantasma que fue su identidad, para ser capaz de todo, así sea lo peor.

Todos podríamos serlo, pero Kurtz es uno solo.

                                                  Kurtz

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