01 Mar
01Mar


 El término en cuestión, “horror vacui”, ha sido utilizado en el arte para expresar cierta tendencia artística por llenar de elementos una obra, evitando el vacío. El barroco y el rococó son claros ejemplos, pues se nutren de formas y ornamentos por doquier. Esta apuesta por la saturación visual no es otra cosa que la representación de un miedo interior que muchas veces experimenta el ser humano ante lo ausente, ante la nada y, en definitiva, ante la muerte.


Translitero dicha expresión a esta época y a nuestra coyuntura, no porque se me antoje, sino porque me ha venido rondando en la mente desde las jornadas del 10, 11 y 12 de noviembre pasados, en las que caímos en un vacío de poder. Ese domingo 10 a las 16:50 Evo Morales renunciaba a la presidencia y con él su vicepresidente y la mayoría de sus ministros. Los sentimientos en la población eran encontrados. Aquellos que habían sufrido la macurca de las jornadas de bloqueo y paros movilizados celebraron efusivamente; aquellos otros que ya empezaban a sentir el amartelo por papá Evo que se iba del país lloraron dolorosamente; y aquellos a quienes la noticia les iba y les venía razonaron que –después de todo– la normalidad regresaría.


Sin embargo, esa normalidad jamás llegó, porque esa misma noche de domingo ese otro “pueblo” (el mismo al fin) se levantó violentamente contra algo que consideraban injusto. Todos se olvidaron, hay de decirlo, de la gente (viva y real) que sí votó a consciencia por el MAS y que también son bolivianos. Yo ni voté, debo confesarlo, porque desde hace rato apuesto por la acracia. No conjugo con el estado y menos con nuestra clase política, por eso para mi la renuncia fue celebrada en la medida en la que no había gobierno, pues ingenuamente soñé en que la ciudadanía podía autoproclamarse, gestando su propio destino. Pronto esa utopía se frustró, como suele. ¿Por qué? Por ese maldito horror al vacío que anida en nuestras mentes “civilizadas” por el poder. Ése fue el único sentimiento común esas jornadas e incluso hoy, tres meses después: el miedo escénico a no tener a nadie en la silla presidencial. Sólo algunos grupos se tomaron en serio el reto de desmontar ese sistema político en crisis, deconstruirlo, como el parlamento de mujeres, los demás cayeron en el pánico.


La violencia desmedida de esa noche de domingo algunos la leyeron como la reacción natural a una injusticia, otros –la mayoría urbana– la interpretaron como la salvaje vendetta de grupos vandálicos. Hubo de todo, hay que decirlo también, pero lo que más hubo fue una suerte de agobio intestino ante ese vacío. Entonces el miedo a las hordas fue equivalente al miedo al poder, a su vacío ahora que el presidente había renunciado, que la policía estaba amotinada y los militares acuartelados. Lo repito: por momentos reparé en una naciente anarquía, pero pronto los medios de comunicación se encargaron de malutilizar ese término para describir el caos reinante. Nada más lejano que esa definición de anarquía.


La jornada de lunes fue de espanto, según dicen, porque muchas familias –lo entiendo– creían amenazadas no tanto sus vidas como sus bienes materiales (por algo defendían con sus cuerpos sus casas y negocios). Bienes materiales, sí, amasados en estos catorce años de bonanza (tampoco nos engañemos). Nuevamente ese horror al vacío, matizado de pánico, náusea, cólico, stress y shock se hizo evidente, haciéndonos presa nuevamente de nuestros miedos, y de nuestra necedad (por no decir necesidad) de poder. ¿Acaso no podemos vivir sin este ensarrado aparato estatal que gobierna nuestras vidas?; ¿en serio nuestra ciudadanía depende de este sistema político mitómano y cleptómano?; ¿de verdad esta paupérrima clase política es imprescindible como para sufrir su ausencia? No lo creo sinceramente, aunque esos días todos exigían que alguien se haga cargo: primero, del gobierno para evitar que Evo vuelva (como había hecho su cumpa Chávez en Venezuela); segundo, de la policía para que alguien resguarde el ornato público y el patrimonio privado; y finalmente de los militares para que alguien ponga orden ante el inminente caos. Insisto en preguntarme, ¿no es de por sí caótica nuestra situación con estos mentecatos del gobierno?; ¿no es un fraude también nuestra democracia pactada, más parecida a una machocracia partidaria? Yo creo que sí, pero aún así los bolivianos insistimos en ella con fe ciega, quizás por un miedo instintivo a otras formas de organizarnos, sin jerarquías y con acción directa, como de alguna manera se ejercitó en los días de paro y postparo, en los que al parecer solamente parimos otro gobierno de la misma calaña.


Pero no, debíamos aplaudir a quien primero tome la silla presidencial; debíamos implorar para que la policía se ponga de nuestro lado y rezar para que los militares salgan a las calles, hasta finalmente pactar con la otra ciudadanía movilizada (la misma al fin) en función a un pseudopacifismo hecho a base de balas. Y todo eso por un natural horror vacui que no es otra cosa que una fobia al poder encriptado en nuestras mentes muy civilizadas y por eso mismo idiotizadas. Fobia al poder que en el cotidiano es similar a la nomofobia (miedo a quedarse sin el celular). Como alguien diría, “otra vez nos hemos hecho a los cojudos”, pues estábamos ante un inminente colapso de nuestro sistema. Ese horror lo aprovecharon un puñado de políticos que vieron la ocasión para hacerse del poder, mostrándose como los salvadores cuando no son más que correas del mismo cuero político. Ellos fueron los únicos que ganaron en una lucha que la hizo la población. En otras palabras: ganó el sistema, precisamente cuando el discurso combativo de La Resistencia y la población en general aludía a estar hartos del actual sistema político. Pura retórica, era el momento de desmantelar ese nido de ratas.


Lo sé, incluso los anarquistas debemos actualizar nuestros postulados para dejar de ser un sueño y verdaderamente encarnar una propuesta de territorio y población, más allá de los clisés de autogobierno desmilitarizado y desarrollo comunitario; pero su basamento sigue siendo el más sensato ante una realidad tan abominable como la del estado boliviano. Hay que desmontar ese sistema en el que no solo existen vendepatrias –como aseguraba el masismo– sino también traficantes y proxenetas de la cosa pública. Hagámonos esta pregunta, corriente en las canciones de anarcopunk: ¿quién mantiene a quién? El Estado a la ciudadanía o al revés. Creo que lo último. ¡Basta de estas mafias políticas!


“Los pititas” deberían haber reaccionado de igual forma que lo hicieran hace tres meses, si tan solo se dieran cuenta de que se les está pagando con la misma moneda: prórroga en el poder, ambición de un nuevo mandato, uso del aparato público, caudillismo, etcétera, etcétera. Pero no, estamos aletargados nuevamente por las recalcitrantes promesas electorales, por las falsas transiciones, por la palabra de moda (democracia), por ese espíritu neohippie de la juventud pacifista y por la expectativa de una elección justa que nos salve de una caída libre a ese vacío horripilante. Una vez más lo digo: el total de nuestro sistema político es un fraude, las elecciones amañadas son solo la punta del iceberg. Su misión es nuestro voto, y nuestro voto es sumisión, así de sencillo.


Pues bien, esa nuestra política mañosa apuesta a ese horror vacui precisamente porque es ornamental, porque en medio del chenko total florecen los caudillos y caudillas (sic), se dibujan las sonrisas postizas o caninas, la belleza de pelo rubio o la fiereza de los pajlas, quienes enarbolan la figura femenina solo por hedonismo machista. Creo en las mujeres, no se diga, pero en las mujeres libres que no traen hilachas para que las manejen titiriteros de manos negras. Esos que –dicho sea de paso– tarde o temprano van a terminar haciendo añicos a “ñañiñe Añez”, cuyo trasfondo etimológico tan acentuado en esas eñes al parecer no es otra cosa que una recolonización interna, aquella que tanto negamos pero que al parecer ha germinado en nuestras propias consciencias, la más visible de ellas la de patria.


El exacerbado chauvinismo reciente de nuestra gente es un efecto colateral a ese horror, a ese miedo de quedarnos huérfanos de estado, sin nadie que ocupe la silla, sin nadie que esté al mando. No otra cosa puede explicarse de las fanfarrias que recibían los militares y policías al salir a las calles, o de los fanfarrones que ese martes 12 por la noche se balconeaban en Palacio Quemado con la biblia en la mano. Si no vencemos esos traumas del sistema, estos ciclos se irán repitiendo una y otra vez de tiempo en tiempo, como para decir que se está haciendo historia. La historia no la hacen los políticos, la hace la gente de a pie, aunque la tachen de sediciosa. Otros son los canallas de cuelo blanco.


Las muestras están a la vuelta de la esquina: Nuestra población es humilde y en muchos casos debe sacrificarse por un estado que le exige su voto y que no le da nada a cambio, solo limosnas con las que remendar su miseria. Y digo sacrificada por la gente que genera su propia economía, su propio bienestar y su propia supervivencia al margen del estado, a veces sentada en una esquina vendiendo dulces de sol a sol, a veces apelando a la medicina natural y al milagro para sanarse, a veces simplemente dejándose morir en paz en un alegre prostíbulo. Si esa población sacrificada es invisibilizada se levantara, el estado ardería porque representa a más de la mitad de nosotros. Sus fuerzas no se lo permiten, sus rutinas de alma macurcada tampoco. Su horror al vacío traducido en el amartelo que Evo les ha dejado en el corazón, menos. Amartelo que ahuyentan con fiesta, como si el baile, la música y el alcohol fuese un “quitapenas social” que simboliza su paradójica trinchera. Luego viene el ch’aqui conciencial, el mea culpa, un lamento boliviano que –como dicta la canción– a nadie hace daño.


Ese sentimiento de fiesta, de que “nada cambia, todo cumbia”, como rima otra canción, es al final de cuentas el que salva al estado de su inminente desplome. Las jornadas del 10, 11 y 12 pusieron en evidencia los errores del sistema, pero también los horrores de la población. Fue quizás la gran oportunidad de construir algo a partir de esos errores, pero a la fecha nos encargamos simplemente de reivindicar el sistema, haciendo de esas jornadas una excepción en nuestra triste realidad de país. ¿Nos vamos a permitir esa condena? Ojalá que no, precisamente ahora que las precarnavaleras electorales darán paso a ese mundo al revés. Ojalá que las urnas del 3 de mayo tampoco pesquen a los bolivianos en pleno ch’aqui, con la consciencia partida y la memoria borrada. Así, convendría no votar y punto.


(Contadas veces he escrito sobre política, pero esta experiencia me lleva a solidarizarme con María Galindo por el despojo que ha sufrido de su columna en Página 7. Censura, en definitiva, que sólo explica el miedo que también le tiene el poder a la palabra que no se vende, a la voz que no se calla y a una imagen que no es su espejo.)


· Osvvaldo Calatayud Criales no es analista político.

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