YO ERA A VECES UN GRITO NUNCA OÍDO
Yo era a veces un grito nunca oído
y una pasión que al hombre
dio tristeza;
quien quiso mi razón
la halló deforme,
y cuanto más me huyó, más fui su fuerza.
LLANTO DE ABISMOS
Yo encontré el delito y le eché sombras,
yo que a látigos partí el rostro del mendigo,
yo que negué el por qué
de todo abismo,
yo que alcé una paloma y un olivo
salgo con el dolor colgando de la vida,
rasgado el corazón, el tiempo huido,
comprendiendo el pecado y bendiciendo,
la moneda pagana del cinismo.
¿Cómo negué la esclavitud
sobre la verde llama del sentido,
las fauces del dolor y la miseria
que acechaban al niño,
si estaba con el cuerpo entre las manos, esperando
la imposible presencia del prodigio?
Y predicaban:
-Cristófilos, oíd, con rostro reposado yo os lo digo,
no hay mal, y el que delinque
es simplemente un vulgar asesino.
En tanto,
del mejor corazón cayó un olvido,
de los pechos de roble sangró el tiempo,
se desgajó el amor y sobre el río
murieron aves puras.
Manos que fueron suaves llevó el viento,
hasta tumbarlas con furioso golpe
contra las negras rocas del destino.
Para vivir punzaban los abrojos,
lloraban los abismos,
y era duro correr o detenerse, o caer, o sepultarse
en un terrible grito.
Y los días gemían y los males eran más y más
y más, como látigo,
sobre ilotas
vencidos.
Apareció el terror;
los astros, las colinas, la esencia de las cosas,
sufrieron el castigo.
Crecieron imposibles.
Sobre los débiles cayeron los cuchillos
y hubo que ser maldito,
que ser procaz,
¡que ser impío!
Entonces, me detuve, tardía
a responder la exactitud del siglo:
Yo que eché sombras al llanto del caído,
¿cómo pude pasar así
completamente tan yo misma?
¿Qué era esa mano que encontré colgada?
¿Cómo no recogí
las no extinguidas huellas del camino?
Y aquella soledad del ebrio mañanero
¿y ése que nada quiere ya, y ése que espera
de su crimen y odio?
¿Cómo es que no advertí ultraje y despotismo?
¿Dónde estaba yo aquella tarde
en que se condenó
al ladrón de tímpanos destruidos?
Lo amarraron al miedo
y con cinismo le sacaron las fibras de la vida,
le robaron su "yo mismo",
le clavaron las manos hasta dejarlo
con las palmas vacías de un asilo.
Después, sacudieron su pecho
y cuando vieron que aún sus pobres vísceras latían,
cuando era un loco andar su sombra ardiendo,
desorbitado el imposible ser ya bueno,
tiritando su culpa de mendigo,
lo arrojaron al suelo,
lo llamaron cretino
y se quedaron a mancillar su nombre
en las humildes ramas de su engendro.
¿Cómo pude negar el por qué del abismo
con este nombre a miles de mi siglo?
Alzaré
la paloma y el olivo
me dice el corazón
y apenas creo que hay olivo y paloma sobre el suelo.
Mi llaga es más cruel que la agonía.
He vertido hasta el último dolor. Ahora estoy
indolente sin eco ni suspiro,
desgarrando el amor y bendiciendo
la moneda pagana del cinismo.